Y he aquí la escena grotesca en
la que me encuentro, soy un adolecente paliducho, bastante borracho, sin camisa
y con el pantalón abierto, con los dedos y la boca rebosantes del olor del sexo
femenino y los nudillos manchados con la sangre de otro sujeto sobre el cual me
hallo de rodillas. El otro tipo, bastante golpeado y aturdido, intenta gritar
que me detenga, le faltan varios dientes, los que se hallan regados por todo el
piso de cerámicos, la sangre no le permite hablar con claridad, el público
llena los pasillos y murallas, nadie dice nada, nadie graba con el celular,
están en shock, alguien vomita, no sé si de asco o borrachera, segundos de
silencio, y es entonces cuando me doy cuenta de cómo he llegado aquí.
Todo comienza con Ana, mi
pseudopolola, con ella todo había colapsado hace tiempo, vivía conmigo hacía
cerca de dos años, éramos la pareja perfecta, pero hasta la pareja perfecta se
aburre de la monotonía y la monogamia, hasta un capítulo repetido de los
Simpson en canal trece me entregaba más adrenalina que salir con ella, ambos ya
preferíamos pasar el día separados, haciendo nuestras cosas y nuestras vidas, y
nadie se metía en los problemas de nadie. De vez en cuando salíamos de noche
por separado y luego, al vernos, reconocíamos nuestras sínicas sonrisas de
placer, ambos jugábamos sucio, lo sabíamos en secreto, buscábamos emoción en
personas ajenas, por mi parte me encontraba saliendo esporádicamente con tres
chicas más, todas se habían ofrecido voluntariamente a entregarme el cariño y
la satisfacción que Ana hacía tiempo se negaba a darme.
Hoy, como de costumbre, Ana y yo
saldríamos cada uno por su lado, ella a alguna fiesta en casa de algún
conocido, yo había quedado de salir con Camila, una de las tres chicas, la que
más me amaba, ella ofrecía prácticamente su vida para complacerme, aún sabiendo
que mi corazón se retorcía por Ana.
A las nueve y cuarto me encontré con Camila,
nos miramos, nos besamos sin importar si alguien nos veía, en realidad ya nada
importaba, tomamos cerveza, nos reímos, recorrí sus muslos con mi mano,
disfrute la textura de sus medias, las que había comprado exclusivamente para
deleitarme, sin vergüenza, todo tenía un sabor más dulce esta noche. Salimos
del bar donde nos escondíamos y tomamos rumbo a la casa de Pablo, un amigo de
aquellos, fuimos a la botillería por cigarros y vodka, un agarrón disimulado,
una sonrisa coqueta y todo seguía normal. Caminamos varios minutos hasta la
casa de Pablo, había gente afuera, más amigos, más adolescentes perdidos,
borrachos y drogados, hambrientos de sexo delirante o de llanto descontrolado
según fuese el caso. Saludamos, cruzamos la puerta, y ahí, en medio del sofá,
estaba Ana, sentada, riendo y besándose con otro chico, el que descaradamente
tomaba su cuello, ese lugar que tantas veces había sido mi objetivo predilecto.
Su mirada metálica se cruzó con la mía, los nervios en la guata reventaron, la
mano del chico soltó la de Ana, el público no pudo disimular los sonidos y
vocales de asombro e incomodidad.
Dejé a Camila paralizada junto a
la puerta, caminé hasta donde estaba Ana, la besé en la mejilla, le dije:
tranquila, sigamos en lo que estábamos, ya habrá tiempo para hablar. Le sonreí,
me volví hacia Camila, la bese en la boca, le dije que todo estaría bien y
salimos a fumar. Todo acontecía con total normalidad, la gente se preguntaba si
con Ana habíamos terminado sin tener el valor de preguntar, todos hicieron
vista gorda de lo sucedido, a ratos nos cruzábamos para buscar hielo o para
salir a fumar, pero solo éramos dos personajes más en la fauna nocturna de la
casa de Pablo.
Cinco vodkas encima, camino al
baño y me encuentro a Ana masturbando al chico por sobre el pantalón, la miro a
los ojos, escupo al suelo y me doy la vuelta; voy a buscar a Camila, “ven,
sígueme”, una mirada sugerente y ella cae en la trampa, la tomo de la mano y la
llevo escaleras arriba, la arrojo contra la muralla, la beso, busco con mis
dedos bajo su falda, rompo las medias con mis uñas y hundo mis dedos en la
cálida humedad de su entrepierna, volteo hacia la puerta de una habitación
oscura y antes de poder arrastrar a mi presa escucho una voz: “Ignacio, ¿a
dónde vas? hablemos”, Ana se acerca e ignorando la presencia de Camila me toma
de la camisa y me arrastra adentro.
No dijo nada, cerró la puerta con
pestillo y me reventó los botones de la camisa de un solo tirón, me lamió el
pecho, se agachó, con precisión desarmó mi correa y pantalón, comenzó a
chupármela como si no hubiera mañana. Lo que podría haber sido uno más de los
tantos encuentros sexuales de la noche ocurridos en la casa, se transformó en
el acto principal, nuestra naturaleza depredadora no nos permitió pasar
inadvertidos, bastaron sólo algunos minutos para que nuestros ruidos exagerados
alertaran a toda la casa.
Sin vergüenza alguna nos dimos el
lujo de follar casi hora y media, a grito pelado, sin asco, mientras desde
afuera nos gritaban y silbaban, nos hacían barra, la hermana de Pablo nos pedía
que no mancháramos las sábanas, demasiado tarde, nuestros cuerpos sudados se
revolcaban agotados sobre el caos de la cama, que ahora se desarmaba por todas
partes. Respiramos un poco y mientras me ponía los pantalones alguien comenzó a
patear la puerta, todo acompañado del mismo grito que se repetía “¡maraca culiá
abre la puerta!”, la chapa cedió, la puerta se abrió con un latigazo violento,
una sombra ingresó iracunda y antes de poder siquiera reaccionar, vi entrar la
imagen difusa del amiguito de Ana, quien la botó a piso de un solo puñetazo en
la cara.
En un lenguaje alcohólico
balbuceaba “hueona maraca, me dejaste en vergüenza delante de toda la gente”,
algo más iba a decir creo, cuando lo interrumpí de una sola patada en el
hocico, a pata pelá. “Mejor ándate hueon, deja de dar pena”, dije, le ayudé a
pararse, lo bajé por la escalera y lo acompañé a la puerta. Por un segundo, de
verdad, en mi inocencia creí que había sido suficiente para él, que se iría
derrotado, pero estas cosas no pasan en la vida real, el hombre caminó hacia la
reja, se agachó y agarró una botella de vino, bebió el concho, dio la vuelta y
comenzó a devolverse hacia la puerta. Quizás, en otro lugar, en otro momento,
con otro contrincante, habría tenido alguna oportunidad, pero como ya dije, la
vida real no es así, yo era un verdadero adicto a la ultra violencia, cuando
pendejo me gustaba juntarme con mis amigos a sacarnos la cresta en los recreos,
sólo por el gusto de pelear, de sentir la adrenalina en los labios, del dolor
de la lucha de llevar nuestros cuerpos al límite, he peleado a combo limpio
casi toda mi vida, por años, incluyendo la semana pasada; el tipo caminaba
hacia mí con una sonrisa distorsionada, y yo lo esperaba igual de sonriente.
El tiempo se detuvo como tantas
otras veces, vi su brazo levantarse, vi la mueca de ira en su rostro, vi cómo
las luces de la calle atravesaban el vidrio verde de la botella alzándose en su
mano, quise darle en el gusto, como si fuera un juego, me corrí sólo lo justo y
necesario, el borde de su arma golpeó mi frente y siguió su curso. Cuando su
muñeca estaba frente a mi pecho liberé la tensión, tomé su mano con toda mi
fuerza y la giré en contra, hasta que su carne dejó el hueso albino asomarse
ensangrentado, al mismo tiempo que mi codo hacia volar sus fracturados dientes
por todas partes, la excitación me invadió, cuando el cuerpo lánguido aterrizó
me monté sobre él, y lo golpeé en la cara mojada tantas veces como me fue
posible, el aplauso de mi puño desnudo en su piel era casi orgásmico, algo me
quemaba en el estómago.
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